lunes, 18 de abril de 2016

Programa doble: ¡Salve Cesar! Ahí viene El ejecutivo.



Siguiendo con esta bonita tradición del programa doble, y disculpándome por las largas vacaciones que me tomé, debido a problemas de salud, en esta ocasión presentamos dos películas que pueden tener más en común que lo que parecería. Empecemos con la viejita



El ejecutivo (The Player)


E.U., 1992.

Dirección: Robert Altman.

Guion: Michael Tolkin, basado en su novela homónima.

Fotografía: Jean Lépine.

Intérpretes: Tim Robbins, Greta Scacchi, Fred Ward, entre otros.

Duración: 124 minutos.

Hollywood se ha caracterizado por ser un negocio, más que un arte, y eso se ha recalcado en los últimos años más que nunca. Los grandes estudios han generado obras maravillosas que no podrían haber sido realizadas sin la ayuda de un productor o la cabeza del estudio que con sus ideas han desarrollado esos detalles que las hacen grandes. El ejemplo máximo es Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, Victor Fleming, George Cukor, Sam Wood, 1939) que de no haber sido por su productor, David O. Selznick, no se hubiera podido terminar. Por ella pasaron tres directores distintos que fueron despedidos porque no podían comprender la visión del productor, que es la que hoy conocemos y que se ha convertido en uno de los mayores traumas de la “Meca” del cine, básicamente, por su final cínico y ambiguo. Pero por desgracia, el 99% de las producciones en las que entra la mano de un ejecutivo o un productor, no terminan así.

                Robert Altman lo sabía. Y también supo, en carne propia, que las relaciones hollywoodenses no terminan bien, que siempre el estudio termina filmando lo que quiere porque está buscando ganar siempre. Altman tuvo un noviazgo con Hollywood que se acabó a partir de que empezaron a meterse en sus decisiones creativas, debido, entre otras cosas, a que sus películas siempre tenían grandes resultados de crítica y muchos premios, pero no se recuperaba la inversión. MASH (Idem, 1970) resultó un éxito monumental, tanto de crítica como de público, pero no así sus siguientes producciones, cada vez más personales. Así que su divorcio aconteció después del fracaso de El largo adiós (The Long Goodbye, 1973), que adaptaba la excelente novela de Raymond Chandler. A partir de entonces, el director se movería con presupuestos diminutos, en la independencia o con dinero de fuera de E.U. No es sino hasta 1992 que regresa a realizar una cinta con un estudio grande de su país.

                El resultado fue El ejecutivo (en España le llamaron con mucha fortuna El juego de Hollywood), una parodia, crítica, burla, denuncia, lo que quieran, disfrazada de comedia negra, que cuenta la historia de Griffin Mill (Tim Robbins), un ejecutivo (player) de un gran estudio, que se dedica a elegir los guiones que pueden funcionar para ser filmados. Tiene casi su pequeño feudo, así como una novia ejecutiva también, que no parece exigirle mucho. De pronto comienza a recibir una serie de anónimos en forma de tarjetas postales que lo amenazan de muerte, porque nunca se comunicó, como había quedado, con un escritor. Mientras tanto, su trabajo está en peligro porque los estudios van a contratar a un productor que trabaja para FOX y con el que no simpatiza, mismo que dicen los rumores, tiene la consigna de sacarlo de la jugada. Entre paranoia y paranoia, comienza a investigar y llega a la conclusión de que un tal David Kahane (un impactante y camaleónico, como siempre, VIncet D’onofrio), un guionista desconocido y neurótico, pudo ser el autor de las notas. Al intentar hablar con él conoce a su novia, una pintora finlandesa de la que se enamora perdidamente. En medio de referencias, comentarios mordaces a la manera en que se hace el cine en Hollywood, burlas abiertas a todos los involucrados en la producción, cameos espectaculares (aparecen la crema y nata del cine de los ochenta y noventas, Julia Robert y Cher incluidas) y sobre todo, mucha mala leche, Altman construye lo que quizá es su opus magnum y su cinta más rabiosamente personal. Incluso se da el lujo de dar las reglas que deben seguir los filmes para ser un éxito en todos los sentidos (“Le faltaban ciertos elementos que necesitamos para hacer cine comercial. (...) Suspenso, risas, violencia, esperanza, corazón, desnudos, sexo... Finales felices...”) y más todavía, utiliza esas reglas para armar su propio filme., el cual, irónicamente, resultó ser de sus obras más exitosas. Una obra redonda y perfecta, que no deja nada a la casualidad. Por desgracia, para poder verla, o te vas a España o la buscas en torrents y piratecas.




¡Salve, César! (Hail, Caesar!)



E.U., 2016.

Dirección: Joel y Ethan Coen.

Guion: Joel y Ethan Coen.

Fotografía: Roger Deakins.

Intérpretes: Josh Brolin, George Clooney, Alden Ehrenreich, Ralph Fiennes, entre otros.

Duración: 106 minutos.

El caso de ¡Salve Cesar! es curioso también. Los hermanos Coen son, sin lugar a dudas, los mayores cineastas norteamericanos vivos. Activos desde los ochenta, su obra pocas veces ha dado concesiones, y aun en sus peores momentos, siempre está su sello personal. La cinta cuenta la historia de Eddie Mannix (Joss Brolin) un “mediador”, cabeza de un importante estudio durante la guerra fría (se adivina que son finales de los años cuarenta). Católico empedernido, todos los días va a confesarse mientras arregla problemáticas relacionadas con su lugar trabajo: El embarazo de una de sus actrices más inocentes (parecida o basada en Esther Williams), la desaparición de uno de sus principales estrellas, que termina siendo un secuestro y la conflictiva relación entre un director inglés de culto y uno actor de westerns de matinés que le es impuesto. Así, se van hilando diferentes escenas, basadas quizá en chismes o anécdotas reales de la época, que navegan entre la crítica más feroz y la nostalgia.

                Uno de los puntos más débiles de los Coen han sido sus comedias de época. Sin contar Barton Fink (idem, 1991) ninguna ha tenido vuelos demasiado altos, nada más hay que recordar los desastres que fueron El apoderado de Hudsucker (The Hudsucker Proxy, 1994) y El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 2004). Esta, por desgracia, aunque es una obra maestra en comparación a las arriba mencionadas, no es la excepción. Es una cinta divertida, crítica, preciosa visualmente y con una ambientación pocas veces vista en el cine actual. Las recreaciones de los números musicales y las películas de la época son exactas, principalmente la que le da el título a la cinta, ¡Salve Cesar!, una historia de Jesucristo, que es una cinta de romanos de esas que estelarizaban Charlton Heston o Kirk Duglas. George Clooney demuestra en estas escenas que es quizá el único actor glamoroso que queda en Hollywood, similar a Scarlett Johannson, quien muestra que lejos de las mayas de la Viuda Negra, todavía hay una gran actriz. Hay momentos que son muy simbólicas, típicas de los Coen (el submarino de la ex URSS, que se lleva al actor socialista, como materialización de las pesadillas más patrioteras de ese momento histórico, las gemelas periodistas de espectáculos, Thora y Thessaly Tacker, interpretadas por Tilda Swinton, que representan dos diferentes tipos de prensa, la del corazón y la del chisme fácil, ambas asquerosas, por cierto, etc.) Y por supuesto, los momentos absurdos que no llevan a ningún lado, que demuestran que el destino también puede ser simple coincidencia (el sino de la maleta de dinero falso, similar a la caja de sombrero en Barton Fink). Vamos, es una película de los Coen, pero no será recordada como esas grandes obras que incluso llegaron a cambiar la historia del cine, aunque no deja de ser interesante. Si fuera su hijo, quizá sería de los más mensitos, pero también, uno de los más guapos.

                Ahora que, siendo francos, quisiera ver a cualquier director actual llegar a los sesenta años con esa fuerza. Vale la pena gastar $50.00 en verla en pantalla grande, aunque sea para intentar recuperar la magia del cine que se nos ha ido perdiendo por culpa de los chingadazos y el 3D.