E.U.,
2016
Dirección:
Tim Miller.
Guion:
Rhett Reese y Paul Wernick, basads en el personaje creado por Fabian Nicieza y
Rob Liefeld.
Fotografía:
Ken Seng.
Protagonistas:
Ryan Reynolds, Morena Baccarin, Ed Skrein, entre otros.
Duración:
108 minutos.
Las películas de Superhéroes son
una moda pasajera. Sé que suena radical, pero en la historia del cine,
exceptuando las comedias y melodramas “románticos”, no hay otro subgénero que
haya funcionado más allá de un par de décadas. El western, por ejemplo, tuvo su
plenitud en los años cuarenta y ya entrados los años sesenta, se volvieron
esporádicas sus apariciones, al grado que hoy, si se llega a realizar una cinta
de este tipo, es mucho. Igual pasó con los filmes de romanos, los de
luchadores, de ninjas y demás. Es lógico que los súper poderosos vayan a pasar
a mejor vida en algún momento. Lo comentó Steven Spielberg y causó polémica
(principalmente entre los fanáticos del subgénero, que son más rabiosos que los
seguidores del papa). Pero no se necesita ser un genio del cinematógrafo para
saber que esto va a pasar, es un proceso natural. Ahora bien, no es una
situación negativa, por el contrario, después de un auge, en el que se realizan
films de este tipo hasta el hartazgo, la producción desciende al grado en que
se facturan mejores y más interesantes trabajos. Cuando se “enfría” el western,
por ejemplo, nace el spaguetti y el chili western, que va a dar obras
mayores, como La trilogía del hombre sin
nombre y su gran final, llamado El
bueno, el malo y el feo (Il buono, il
brutto, il cattivo, Sergio Leone, 1966) y Ahora, mi nombre es nadie (Il
mio nome è Nessuno, Tonino Valerii, 1973), o las nacionales El topo (Alejandro Jodorowsky, 1970) y Los hermanos del Hierro (Ismael
Rodríguez, 1960), entre otras, que hoy han influenciado grandes trabajos como Los imperdonables (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992). El caso de Deadpool podría ser el principio del fin.
Veámoslo
así: Cuando, en 1978, Richard Donner filmó Superman,
nadie se imaginaba que años después se fuera a desatar una locura hacia cintas
con seres con habilidades súper extraordinarias, excepto los fanáticos del
cómic y algunos productores que fracasaron tan feo que nadie se acuerda de
ellos. Fue hasta que Tim Burton realiza Batman
(1989) que todos comienzan a tomar en serio este tipo de obras, pero es hasta X-Men (Bryan Singer, 2000) y Spider-Man (Sam Raimi, 2002), que se
forza a la industria a voltear hacia el mundo de la historieta de superhéroes.
Y claro, la trilogía de Batman, de Christopher Nolan, cimentaría la seriedad
con la que se trataría al subgénero.
Deadpool es la adaptación más apegada a
un personaje de estos al cine. Watchmen
(Zack Snyder, 2009) demostró que se podían hacer cintas para adultos con estos
materiales, fieles a lo realizado por sus autores y sobre todo, sin tener que
censurarse en pos de una mejor taquilla. La ópera
prima del antiguo animador, Tim Miller, no podía ser mejor.
Masacre, como se le conoce en España, es
un antihéroe cómico que nace para criticar o parodiar a Deadstroke, un mercenario de DC Comics, que a su vez, servía de
respuesta al Punisher de Marvel
Comics. Salido de las páginas de X-Force,
el “mercenario bocazas”, como muchos le dicen, era una mezcla del mencionado Deadstroke, Spider-Man y un ninja. Ni quién pensara que sus creadores serían
los higadescos Rob Liefeld y Fabian Nicieza, quienes serían culpables, junto a
Jim Lee y Tod McFarlane, de los excesos del cómic noventero. Su características
principales son el ser feo, psicótico, amoral, violento y apestoso, además de
que cuenta con los instintos asesinos de Wolverine,
las habilidades con las armas de Punisher
y Psylocke, además de la flexibilidad
y el humor idiota de Spider-Man. Su
llegada al cine tuvo que esperar casi diez años, por motivos por todos
conocidos, así que no tiene caso comentarlos. Cinematográficamente, es una
cinta sui generis.
La
trama es la misma que cualquier peli de mamados de las que pasan el domingo en
el siete: Un mercenario decide vengarse de los que, con engaños, lo transforman
en monstruo, al tiempo que trata de recuperar al amor de su vida. Y eso es
todo. Nada nuevo, ya se había hecho, por ejemplo, en Darkman: El rostro de la venganza (Darkman, Sam Raimi, 1990), de la cual la trama es casi una calca,
con todo y antihéroe desfigurado y con habilidades especiales incluido. Tampoco
lo es el hecho de que se rompa la “cuarta pared” y se platique con el público, recién
este año, por ejemplo, este elemento se empleó en La gran apuesta (The Big Short,
Norman McKay, 2015). Tampoco lo son las imágenes congeladas o la cámara lenta. Vamos,
ni siquiera el hecho de que el actor se auto parodie es inédito. Lo novedoso es
que la cinta no se toma, absolutamente en serio. No puede. El personaje no lo
hace nunca y no tiene por qué serlo este trabajo. Es curioso que lo que
caracteriza al original en que se basa la cinta es tan sencillo, que en cine
parece complicado hacerlo. Hay más sangre, destrucción y muerte que en un
internado femenino en día 28, tanto así, que no puede más que provocar risa. Y
los autores lo saben. Es una caricatura de Bugs
Bunny, es frenética y desmedida. Y es inevitable que quien la vea, le guste
o no este tipo de trabajos, se ría como loco, porque los chistes van y vienen a
la menor provocación. La mala leche, la incorrección política, la parodia, la
sátira y la auto humillación, se conjugan para demostrar que los tiempos de El caballero de la noche (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008),
a pesar de ser tan recientes, están ya superados, y que los cómics y el cine ya
están más que asimilados. Ahora bien, existen estrenos programados de este tipo
de cosas hasta finales del 2020. Nada más este año, están previstos un filme de
estos al mes, aproximadamente. Y eso va a generar cansancio tarde o temprano. Y
si Deadpool es el comienzo de lo que
profetiza Spielberg, podemos darnos por bien servidos.